Armero, 40 años después: la tragedia que Colombia se resiste a olvidar
Cada aniversario devuelve la misma pregunta: ¿cómo pudo pasar? Las respuestas son tantas como los recuerdos de quienes sobrevivieron.

El calendario marca cuarenta años desde aquella madrugada en la que el país quedó en silencio. El 13 de noviembre de 1985, una avalancha bajó del Nevado del Ruiz y borró del mapa a un pueblo entero. Desde entonces, Armero dejó de ser un lugar para convertirse en una herida abierta en la historia de Colombia.
Cada aniversario devuelve la misma pregunta: ¿cómo pudo pasar? Las respuestas son tantas como los recuerdos de quienes sobrevivieron. Algunos hablan de la falta de advertencias; otros, de la incredulidad ante la fuerza de la naturaleza. Lo cierto es que esa noche, más de 25.000 personas fueron arrastradas por el lodo que descendió del volcán a más de 40 kilómetros por hora.
El silencio que cubrió las calles
Las imágenes que llegaron al día siguiente mostraban un paisaje irreal: casas convertidas en escombros, árboles retorcidos, vehículos cubiertos por barro y cuerpos bajo lonas improvisadas. Donde había un municipio de más de 30.000 habitantes, solo quedaba una planicie gris.
“Era como si el mundo se hubiera acabado allí”, recuerda un antiguo habitante que logró escapar con vida. Hoy vive en Armero-Guayabal, el municipio que acogió a quienes sobrevivieron.
Las alertas que nadie atendió
La tragedia no fue repentina. Durante meses, científicos y organismos internacionales habían advertido sobre el riesgo de una erupción. El volcán había dado señales: pequeñas explosiones, lluvias de ceniza, olor a azufre. Pero las decisiones tardaron y la comunicación entre autoridades fue débil.
Varios informes oficiales y testimonios posteriores coinciden: Armero pudo haberse salvado. Sin embargo, la burocracia, la falta de coordinación y la desconfianza de la población frente a las advertencias científicas terminaron por sellar el destino del pueblo.
Omayra: el rostro que conmovió al mundo
Entre miles de historias, la de Omayra Sánchez, una niña de 13 años atrapada entre los restos de su casa, estremeció al planeta. Su serenidad frente a las cámaras y su lucha por sobrevivir durante casi tres días se convirtieron en símbolo de esperanza y dolor.
La fotografía tomada por Frank Fournier, que retrató su último aliento, dio la vuelta al mundo y expuso la falta de recursos de un país que miraba impotente cómo la vida se le escapaba a una generación.
Memoria y cicatrices
Hoy, en lo que alguna vez fue Armero, crecen árboles frutales y se levantan cruces blancas que recuerdan los nombres de los desaparecidos. El lugar, convertido en sitio de memoria, recibe visitantes de todo el país. Sobre el suelo donde antes hubo calles, los familiares dejan flores, oraciones y objetos que simbolizan lo que el barro arrebató.
La mayoría de los sobrevivientes rehízo su vida en otros municipios, pero cada año regresan a lo que llaman “la tierra dormida”. Allí, entre ruinas y silencio, se sigue contando la historia para que las nuevas generaciones no la olviden.
El país que aprendió a escuchar a sus volcanes
Desde 1985, Colombia fortaleció su sistema de monitoreo y gestión del riesgo. El Servicio Geológico Colombiano mantiene vigilancia permanente sobre los volcanes activos y coordina con los comités locales de emergencia. Sin embargo, los expertos insisten: la tecnología no sirve sin cultura preventiva.
El Nevado del Ruiz continúa activo, recordando que el riesgo sigue latente. Pero también demuestra que la tragedia de Armero cambió la manera en que el país entiende la relación entre la naturaleza, la ciencia y la vida.
Armero, una lección de país
Cuarenta años después, los nombres y los rostros de las víctimas siguen presentes en escuelas, memoriales y documentales. Armero no es solo un recuerdo doloroso; es una advertencia escrita en la historia.
Colombia no ha olvidado, ni puede hacerlo. Porque más allá de la catástrofe natural, lo que se perdió aquella noche fue la confianza en la prevención, en la palabra oportuna, en la respuesta a tiempo. Recordar Armero, cuarenta años después, es una manera de no repetirlo.





